La esquina suroeste del Parque Central de Alajuela, es muy conocida porque allí laboran desde hace varias décadas, un grupo de trabajadores con acento popular. Son parte del pasado y presente en nuestra ciudad.
En otros países les llaman «boleros, lustradores de zapatos, lustrabotas», aquí son los limpiabotas del parque. Muchos han pasado por este trabajo y ocupado un puesto en este lugar: Bigotes, Negro, Joel, Los Marimbas, Los Guicha, Gradelí, Los Aguero, Chupeta, Chumica, Coso Morera, Chorrito, Piquín, Chingolo, Vieja loca y otros.
Diferentes a otros trabajadores que usan reloj marcador, la hora de inicio a las seis en la mañana, al mediodía el placer del almuerzo en la soda atendida por doña Albina, especialista en ricas comidas, o la pasaban a «puro refresco y un pedazo de pan con salchichón» de la carnicería de don Severo, dos negocitos ubicados en el Mercado Central de Alajuela.
En la imagen, José Joaquín Morera Molina y su amigo «Chumica»
Uno de estos trabajadores, utilizó nada más y nada menos que el kiosco – hermoso monumento del pasado con bellas barandas y escaleras – para descansar y pasar al «gallito» que le traía siempre su madre. Fue el lugar elegido y casi propietario del espacio para permanecer en la lujosa joya histórica, en el momento sagrado del almuerzo y la siesta.
A oscuras finalizaban la jornada, cargando el cepillo marca «Cobra», el betún, panas, agua, el asiento de madera y el cajoncito típico adornado con calcomanías, iniciales del nombre y apellidos u otros objetos vistosos; o simplemente, el cajón todo manchado por el constante uso del betún color café, negro y caoba.
Alajuelenses pobres y ricos – incluídos los polacos dueños de tiendas, mujeres trabajadoras y estudiantes – ocuparon aquel importante servicio con tarifas desde quince a veinticinco céntimos por limpieza y lustre; entre tanto, el comercio mostraba diferentes precios y tamaños indicados en la caja de betún «Nugget», la pequeña número uno valía cuarenta y cinco céntimos hasta la gigante número cuatro, en un colón sesenta céntimos.
El domingo era un día especial por la visita de fieles católicos del centro y distritos que asistían a misa, lo que generaba mayores ganancias. A la entrada y salida del templo, el cliente se instalaba en un campito del poyo de cemento (asiento) siempre muy confortable, disfrutando de la amplísima acera compuesta por históricos bloques de piedra y deliciosa sombra producida por frondosos mangos, una estancia especial para el descanso, tertulias y el trabajo. La inconfundible esquina se convirtió en un sitio patentizado por los limpiabotas.
«No menos de doce colones recogíamos un domingo, excelente ingreso a nuestros bolsillos», indica quien con orgullo desempeñó aquel oficio desde sus trece años, apenas un niño, obligado a trabajar por las condiciones económicas de su familia. Hoy, convertido en un hombre con varias décadas de existencia, es quien nos recuerda la experiencia en este trabajo.
Otra clientela especial eran los ganaderos (comerciantes de ganado) quienes traían su mercancía a la «Plaza del ganado» (Hoy Instituto de Alajuela, centro educativo), lugar para negociar, vender y comprar. La función de lidiar en terrenos fangosos, bajo lluvia y sol, hacían habitual el ingreso de estos trabajadores al centro de la provincia con su calzado o zapatos envueltos en boñigas, orines y barro, condiciones que por fuerza mayor aumentaban a cuarenta céntimos la tarifa de limpieza y lustrado, un poco más alto el precio, por el tiempo extra en poner al día sus zapatos, aptos para lucirlos en la ciudad.
También, los clientes más finos y delicados, habitantes del centro, quienes sentían enorme molestia si el «limpiabotas» no tenía la técnica necesaria y manchaba sus calcetines, especialmente si éstos mostraban colores no muy oscuros.
Y si de un ingreso económico extra se trataba, algunos se las ingeniaban combinando con otro trabajo. Los más activos hacían la caminata desde el Barrio San José (a tres kilómetros) a la finca «Los Carranza» con la misión de recolectar jocotes, fruta muy apetecida por los estudiantes del Instituto de Alajuela (costado sur del Parque Tomás Guardia Gutiérrez o Parque Central), convertidos en compradores fijos, aprovechando los recreos y paseos en el tranquilo parque de los mangos.
En otras ocasiones, fueron contratados para limpiar y lavar la hermosísima baranda blanca de la casa del señor Chavarría ( costado sur Escuela Miguel Obregón) quien pagaba muy bien este servicio a los jóvenes lustradores del calzado.
Así, los limpiabotas de antes, ahorraron el dinero suficiente para disfrutar momentos entretenidos en el Cine Milán, inolvidable edificación visitada por todos los alajuelenses y un símbolo del pasado, borrado del mapa y de la faz del centro de Alajuela.
La confortable y concurrida sala de cine y teatro, fue escenario de un montón de famosas películas – «El jinete escarlata» y «Los tambores de Fu-Manchú» – divididas en tres «series», exhibidas o «pasadas» los lunes, a treinta céntimos cada función. En esos tiempos, el colón y los céntimos alcanzaron para la entrada a las películas, tomar «chorritos» de horchata, diez céntimos de «recortes» de la Panadería Leandro, «lecheros» preparados por Chepe Espinoza, un «cinco» (cinco céntimos) de cachos, tres cigarrillos marcas León, Liberty y Cacique por el mismo precio anterior… y para más. ¿De qué material estaban confeccionados los colones, céntimos, reales y pesetas de antes, que alcanzaban para adquirir tantos artículos?. Hoy decimos que ni «estirando» los billetes, compramos lo que necesitamos.
A iniciativa propia, allí en el Parque Central, uno del gremio nos contó la simpática anécdota.
Antes, las leyes estaban hechas con material más duro y estricto, se castigaba con detención y cárcel, el hecho de maltratar la vegetación, lanzar piedras, subir o garrotear los históricos árboles de mango.
Como ya el gremio de los limpiabotas conocían «al dedillo» las Leyes, uno de ellos consiguió el permiso por escrito con la firma del Comandante de Plaza (Autoridad principal) don Julio Camota, permitiendo escalar a los árboles y recoger la rica y abundante fruta; un policía al ver al joven en las copas de éstos, esperó el descenso para llevarlo detenido. Cuál fue la enorme sorpresa del humilde Guardia Civil al ver el «visto bueno» de la más alta autoridad permitiendo tal acción y el montón de mangos envueltos en la camisa y bolsas del pantalón, en poder de aquel orgulloso joven, valiente, precavido, respetuoso de las leyes y amparado nada menos que por las «patas» (influencia) de las más altas autoridades del orden.
Han transcurrido seis, siete o más décadas y aún la esquina es conocida por la presencia del limpiabotas, por los limpiabotas del parque, siempre mostrando con orgullo su profesión y «dueños» de un pedazo del parque alajuelense, como escenario para desempeñar su digno e importante trabajo.
A solicitud de un limpiabotas activo, sugirió al autor de esta nota: «Ponga que nosotros merecemos una pensión del Estado, porque somos trabajadores tan costarricenses como todos y hemos luchado con honradez durante muchas décadas, al servicio de la humanidad».
(Publicado en «VECINOS», «La República», mayo 2000).
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